La guerra que luchamos hoy es en un frente distinto: el frente pasa por el hogar. En cierta forma, pues, estamos en mejores condiciones que nunca antes. Este ataque más abierto, menos sutil, sobre la familia, ha forzado a la Iglesia a volver a la Biblia y renovar el estudio del matrimonio y el divorcio, que había sido descuidado durante tanto tiempo. Esto, desde el punto de vista de su responsabilidad, es algo bueno (aunque las razones de la presión que se le hace son muy tristes). A menos que nos lancemos ahora a mostrar lo que tenemos —ya no podemos esperar más—, todos los valores cristianos quedarán arrastrados. Y la próxima generación de cristianos va a crecer como los infieles, siguiendo sus sentimientos sobre estas materias, en vez de seguir sus responsabilidades bíblicas. Consideremos ahora un factor más. En aquellos días, yendo hacia atrás todo lo que puedo recordar, muchas iglesias no trataban los asuntos del divorcio y el nuevo casamiento, porque (como apunté) esta cuestión no tenía importancia. El divorcio era virtualmente desconocido entre cristianos hasta hace unos veinticinco años. Por ello, la Iglesia podía cerrar los ojos sobre el tema. Era conveniente, porque el divorcio estaba embrollado y los pasajes bíblicos no se mostraban fáciles de entender. Entonces, también, los nuevos convertidos eran pocos, de modo que había menos personas ya divorciadas que entraban en la Iglesia, de las que entran hoy. Además, la sociedad (como hemos dicho) no veía con buenos ojos el divorcio, y las leyes presentes hacían el divorcio difícil, de modo que también había menos fuera de la Iglesia. Las iglesias conservadoras, respaldadas por esta postura ética de la sociedad, en general, tenían muy pocos casos que resolver. En general seguían una política de no intervención. Había algunas excepciones, naturalmente. Pero, en conjunto, las iglesias conservadoras se mantenían en una ignorancia feliz, por encima de estos asuntos sórdidos y mundanos, y no tenían por qué dedicar tiempo y sudor a estudiar y resolver los problemas desconcertantes y desagradables relacionados con toda esta área. Pero hubo un rudo despertar cuando las cosas dieron media vuelta; la nueva moralidad sacó ventaja y se proclamó victoriosa, y la Iglesia, pillada desprevenida, no supo qué decir. La Iglesia pudo fácilmente mantener su actitud de «yo soy más santo que tú» cuando había tan pocos casos con que enfrentarse (o sea, que podían ser esquivados). Estos casos solían darse en vidas que habían naufragado, después de todo. Y se pensaba: « ¿No son estos casos sospechosos?» Algunos divorciados consiguieron sobrevivir a este tratamiento por su cuenta. Otros se fueron, ¿quién sabe adónde? Muchos se eliminaron de la primera fila, nada de cargos, de enseñar, incluso de cantar en coros, porque eran «divorciados», y, así, pasaron a ser ciudadanos de segunda clase en el reino de Dios. Y la mayoría de pastores nunca, en ningún caso y bajo ninguna circunstancia, volvía a casar a las personas divorciadas; ésta era la actitud general. Los pastores defendían con éxito sus posiciones atrincheradas en métodos y reglas, o sea, política operativa: «Me sabe mal, pero nosotros no casamos a las personas divorciadas.» No se hacía pregunta alguna sobre el pasado; había ocurrido un divorcio y ¡esto era bastante! Este tipo de actitud no ha desaparecido del todo. Como el caso que les mencione al inicio de esta reflexión. Hoy persiste todavía en algunos puntos, y ciertamente va siendo reforzada por medio de enseñanzas que circulan por todo el país. De modo que todo esto hemos de tenerlo en cuenta como fondo para nuestra discusión. Es así que hemos llegado al punto en que estamos. Bien, y si es así, ¿dónde estamos? Vivimos en una cultura ambiental en transición. Vivimos en unos días en que todos los valores son discutidos (tanto dentro como fuera de la Iglesia). Han sido arrancados de raíz, echados al aire, y ahora empiezan a posarse como una ensalada mezclada toda ella. Los cristianos están confusos. No saben seguro lo que han de creer. No saben lo que es tradición y lo que es bíblico. Quieren rechazar las tradiciones de los hombres en favor de una posición más bíblica. Pero no saben dónde hallar la ayuda que necesitan. Personalmente, esto me gusta a mí. Hay oportunidades para pensar bíblicamente, de nuevo, sin los estorbos de prejuicios, que realmente no tienen base para que sean aceptados por personas que quieren pensar de modo bíblico. Es un momento magnífico en que ministrar la palabra. Con todo, tiene sus propias tentaciones. El radicalismo —de la clase que lo echa todo, lo bueno y lo malo— prospera en períodos así. El miedo al radicalismo, por otra parte, ahoga los cambios buenos y el verdadero progreso en el pensamiento. Pero no hemos de permitir que los extremos impidan el progreso en entender y aplicar las Escrituras. La gran ventaja de un período así es que los cristianos conservadores están dispuestos a prestar atención seria a los nuevos puntos de vista, con tal que sean realmente bíblicos. Mi propósito en realidad es explorar las Escrituras y llegar a posiciones más concretas y más definidas de carácter bíblico. Quiero ser tan bíblico como pueda. El lector puede decidir si lo he conseguido o no. No hay otra posibilidad. La Iglesia está sufriendo. Las personas divorciadas son una avalancha en nuestras congregaciones. Los nuevos casamientos tienen lugar por todas partes. ¿Es recto? ¿Es malo? ¿Sobre qué base se trata a las personas divorciadas? Estas preguntas y otras muchas similares no pueden ya ser descartadas, no se puede hacer a los mismos oídos sordos. Por el hecho de que creo tener algunas respuestas (aunque no todas), considero que no debo abstenerme en intentar aclarar tantos problemas como pueda. Dije antes que me gusta el hecho de que la Iglesia no puede ya evitar tratar esta área durante más tiempo. Esto es verdad; la frecuencia de las preguntas y la enormidad del problema presente me ha llevado a tomar tiempo para escribir sobre este tema. Reconozco que quizás estas reflexiones lleguen demasiado tarde para ayudar a muchos. Pero quizá podemos recobrar algo y evitar más traspiés. Reconozco, también, que hay muchas personas que preferirían barrer el problema dejando todo el polvo bajo la alfombra. Este hecho no va a detenernos. Ni debería frenarnos el peligro implicado. Hablo de peligro a propósito. Hay algunos —quizá más de lo que parece— para los cuales ésta es la más explosiva de todas las cuestiones. La murmuración, el cisma, incluso el adulterio (tal como ellos lo ven), todo les parece perdonable; pero ¿el divorcio? ¡Nunca! Es un asunto altamente cargado de pasión para ellos, y pasan un mal rato incluso reconsiderando de nuevo lo que la Biblia tiene por decir sobre el divorcio y el nuevo casamiento debido a sus emociones exacerbadas. Es por esto que hay algún peligro al escribir sobre el divorcio y el nuevo casamiento. Desearía que si el lector es uno de estos cuyos sentimientos sobre el tema son intensos, hiciera por lo menos tres cosas: No me descartara sin más. Me escuchara y considerara seriamente lo que tengo que decir, aunque luego lo rechace. Reconociera que mi deseo es honrar a Cristo siendo tan escritural como me sea posible. Tratara de poner los prejuicios a un lado y doblegara sus emociones al leer. Por amor de la Iglesia de Cristo tengo que escribir, cueste lo que cueste. Naturalmente, esto es sólo parte de la historia. Hay muchos —un número creciente— que no se contentan con esconder la cabeza bajo la arena. Quieren saber lo que enseña la Biblia sobre estos asuntos y cómo pueden poner en vigor esta enseñanza al aconsejar a otros y en sus propias vidas. Es para éstos que deseo escribir especialmente estos artículos. Seguiré en la próxima entrada